
La muerte tiene permiso.
La muerte tiene permiso. En el corazón de Sinaloa, México, la muerte se convierte en un reflejo descarnado de las profundas divisiones sociales que marcan esta tierra. Dos cementerios, tan diferentes como el día y la noche, se alzan como testimonio del clasismo arraigado en la región. Aquí, la muerte no es un igualador, sino un perpetuador de las desigualdades.
En un extremo, se erige un cementerio lujoso y majestuoso, reservado para los narcotraficantes y aquellos que han amasado riquezas ilícitas. Sus tumbas monumentales y opulentas proyectan el poder y la ostentación que caracterizan a quienes vivieron al margen de la ley. Este camposanto se convierte en un mausoleo de la ambición desmedida, donde el clasismo se manifiesta en todo su esplendor.
En el otro extremo, se encuentra el humilde cementerio de la gente humilde y de escasos recursos. Aquí, la austeridad y la sencillez son la norma, marcando el descanso eterno de aquellos que vivieron vidas de privaciones. Sus tumbas modestas reflejan la crudeza de la desigualdad social, donde la muerte no otorga igualdad, sino que subraya las diferencias económicas. Esta dualidad en la forma en que Sinaloa enfrenta la muerte recuerda a la obra del cronista Edmundo Valadés, "La muerte tiene permiso". Valadés, con su aguda mirada sobre la cultura y las tradiciones mexicanas, nos invita a explorar cómo la muerte, lejos de ser un evento uniforme, se entrelaza con las complejidades culturales y las estructuras de poder en la sociedad mexicana (Texto: Javier Juárez).